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mo.
El tío Paloma encontraba estas desgracias lógicas e indispensables.
Había que alabar al Señor, que se acuerda de los pobres. Era repugnante
ver cómo se aumentaban las familias en la miseria; y sin la bondad de
Dios, que de vez en cuando aclaraba esta peste de chiquillos, no quedaría
en el lago comida para todos y tendrían que devorarse unos a otros.
Murió la mujer del tío Paloma cuando éste, anciano ya, se veía padre
de un chicuelo de siete años. El barquero y su hijo Tono quedaron solos
en la barraca. El muchacho era juicioso y trabajador como su madre.
Guisaba la comida, reparaba los desperfectos de la barraca y tomaba lec-
ciones de las vecinas para que su padre no notase la ausencia de una
mujer en la vivienda. Todo lo hacia con gravedad, como si la terrible
lucha sostenida para subsistir hubiese dejado en él un rastro inextin-
guible de tristeza.
El padre se mostraba satisfecho cuando marchaba hacia la barca
seguido por el muchacho, casi oculto bajo el montón de redes. Crecía
rápidamente, sus fuerzas eran cada vez mayores, y el tío Paloma enorgul-
lecíase viendo con qué impulso sacaba los mornells del agua o hacía
deslizarse la barca sobre el lago.
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Cañas y barro
-Es el hombre más hombre de toda la Albufera -decía. a sus amigos-.
Su cuerpo se la venga ahora de las enfermedades que sufrió de pequeño.
Las mujeres del Palmar alababan no menos sus sanas costumbres. Ni
locuras con los jóvenes que se congregaban en la taberna, ni juegos con
ciertos perdidos que, una vez terminada la pesca, se tendían panza abajo
sobre los juncos, a espaldas de cualquier barraca, y pasaban las horas
manejando una baraja mugrienta.
Siempre serio y pronto para el trabajo, Tono no daba a su padre el más
leve disgusto. El tío Paloma, que no podía pescar acompañado, pues al
menor descuido se enfurecía e intentaba pegar al camarada, jamás reñía
a su hijo, y cuando, entre bufidos de mal humor, intentaba darle una
orden, ya el muchacho, adivinándola, habla puesto manos a la obra.
Cuando Tono fue un hombre, su padre, aficionado a la vida errante y
rebelde a la existencia de familia, experimentó los mismos deseos que el
primitivo tío Paloma. ¿Qué hacían aislados los dos hombres en la soledad
de la vieja barraca? Le repugnaba ver a su hijo, un hombretón ancho y
forzudo, inclinarse ante el hogar, en el centro de la barraca, soplando el
fuego y preparando la cena. Muchas veces sentía remordimiento con-
templando sus manos cortas y velludas, con dedos de hierro, fregando
las cazuelas y haciendo saltar con un cuchillo las escamas duras, de
reflejos metálicos, de los peces del lago.
En las noches de invierno parecían náufragos refugiados en una isla
desierta. Ni una palabra entre ellos, ni una risa, ni una voz de mujer que
los alegrase. La barraca tenía un aspecto lúgubre. En el centro ardía el
fogón a nivel del suelo: un pequeño espacio cuadrado con orla de ladril-
los. Enfrente el banco de la cocina, con una pobre fila de cacharros y
antiguos azulejos. A ambos lados los tabiques de dos cuartos, construi-
dos con cañas y barro, como toda la barraca, y por encima de estos
tabiques, que sólo tenían la altura de un hombre, todo el interior de la
techumbre negro con capas de hollín, ahumado por el fuego de muchos
años, sin otro respiradero que un orificio en la montera de paja, por
donde entraban silbando los vendavales de invierno. Del techo pendían
los trajes impermeables del padre y del hijo para las pescas nocturnas:
pantalones rígidos y pesados, chaquetas con un palo atravesado en las
mangas, la tela gruesa, amarilla y reluciente por las frotaciones de aceite.
El viento, al penetrar por el boquete que servía de chimenea, columpia-
ba estos extraños monigotes, que reflejaban en su grasienta superficie la
luz roja del hogar. Parecía que los dos habitantes de la barraca se hablan
ahorcado de la techumbre.
El tío Paloma se aburría. Gustábale hablar; en la taberna juraba a su
gusto, maltrataba a los otros pescadores, los deslumbraba con el recuer-
do de los grandes personajes que había conocido; pero en su casa no
sabía qué decir, su conversación no merecía la menor réplica del hijo
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Vicente Blasco Ibáñez
obediente y callado, perdiéndose sus palabras en un silencio respetuoso
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