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indicios. Y además, no creía en la mujer fuerte. ¡Señor, si hasta la
Biblia lo dice! ¿Mujer fuerte? ¿Quién la hallará?»
Si hubiese conocido Paco Vegallana estos pensamientos de su
amigo, que probaban la falsedad de su amor, le hubiera negado su
eficaz auxilio en la conquista de la Regenta. Sólo el amor fuerte,
invencible, podía disculparlo todo. A lo menos así lo decía la
moral de Paco. Queriendo tanto y tan bien como decía don
212
La Regenta
Álvaro, nada de más haría la Regenta en corresponderle. Una
mujer casada, peca menos que una soltera cometiendo una falta,
porque, es claro, la casada... no se compromete.
«-¡Esta es la moral positiva! -decía el Marquesito muy serio
cuando alguien le oponía cualquier argumento-. Sí, señor, ésta es
la moral moderna, la científica; y eso que se llama el Positivismo
no predica otra cosa; lo inmoral es lo que hace daño positivo a
alguien. ¿Qué daño se le hace a un marido que no lo sabe?»
Creía Paco que así hablaba la filosofía de última novedad, que
él estimaba excelente para tales aplicaciones, aunque, como buen
conservador, no la quería en las Universidades.
«¿Por qué? Porque el saber esas cosas no es para chicos».
Cuando llegaron al portal del palacio de Vegallana, su futuro
dueño tenía lágrimas en los ojos. ¡Tanto le había ablandado el
alma la elocuencia de Mesía! ¡Qué grande contemplaba ahora a su
don Álvaro! Mucho más grande que nunca. «¿Conque el escéptico
redomado, el hombre frío, el dandy desengañado, tenía otro
hombre dentro? ¡Quién lo pensara! ¡Y qué bien casaban aquellos
colores (aquellos matices delicados, quería decir Paco), aquel
contraste de la aparente indiferencia, del elegante pesimismo con
el oculto fervor erótico, un si es no es romántico!» Si en vez de la
Historia de la prostitución Paquito hubiese leído ciertas novelas
de moda, hubiera sabido que don Álvaro no hacía más que imitar
-y de mala manera, porque él era ante todo un hombre político- a
los héroes de aquellos libros elegantes. Sin embargo, algo
encontraba Paco en sus lecturas parecido a Mesía; era éste una
Margarita Gautier del sexo fuerte; un hombre capaz de redimirse
por amor. Era necesario redimirle, ayudarle a toda costa.
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Leopoldo Alas, «Clarín»
«Y que perdonase don Víctor Quintanar, incapaz de ser
escéptico, frío y prosaico por fuera, romántico y dulzón por
dentro».
Cuando subían la escalera, Paco Vegallana, el muchacho de
más partido entre las mozas del ídem, estaba resuelto:
1.º A favorecer en cuanto pudiese los amores, que él daba por
seguros, de la Regenta y Mesía. Y
2.º A buscar, para uso propio, un acomodo neorromántico, una
pasión verdad, compatible con su afición a las formas amplias y a
las turgencias hiperbólicas, que él no llamaba así, por supuesto.
-¿Quién está arriba? -preguntó a un criado, seguro de que
estaría la Regenta «porque se lo daba el corazón».
-Hay dos señoras.
-¿Quiénes son?
El criado meditó.
-Una creo que es doña Visita, aunque no las he visto; pero se la
oye de lejos..., la otra..., no sé.
-Bueno, bueno -dijo Paco, volviéndose a Mesía-. Son ellas.
Estos días Visita no se separa de Ana.
A Mesía le temblaron un poco las piernas, muy contra su
deseo.
-Oye -dijo-, llévame primero a tu cuarto. Quiero que allí me
expliques, como si te fueras a morir, la verdad, nada más que la
verdad de lo que hayas notado en ella, que puede serme favorable.
-Bien; subamos.
214
La Regenta
Paco se turbó. La verdad de lo que había notado... no era gran
cosa. Pero ¡bah!, con un poco de imaginación..., y precisamente él
estaba tan excitado en aquel momento...
Las habitaciones del Marquesito estaban en el segundo piso.
Al llegar al vestíbulo del primero, oyeron grandes carcajadas...
Era en la cocina. Era la carcajada eterna de Visita.
-¡Están en la cocina! -dijo Mesía asombrado y recordando
otros tiempos.
-Oye -observó Paco-, ¿no esperaba Visita a Obdulia en su casa
para hacer empanadas y no sé qué mas?
-Sí, ella lo dijo.
-Entonces..., ¿cómo está aquí Visitación?
-¿Y qué hacen en la cocina?
Una hermosa cabeza de mujer, cubierta con un gorro blanco de
fantasía, apareció en una ventana al otro lado del patio que había
en medio de la casa. Debajo del gorro blanco flotaban graciosos y
abundantes rizos negros, una boca fresca y alegre sonreía, unos
ojos muy grandes y habladores hacían gestos, unos brazos
robustos y bien torneados, blancos y macizos, rematados por
manos de muñeca, mostraban, levantándolo por encima del gorro,
un pollo pelado, que palpitaba con las ansias de la muerte; del
pico caían gotas de sangre.
Obdulia, dirigiéndose a los atónitos caballeros, hizo ademán de
retorcer el pescuezo a su víctima y gritó triunfante:
-¡Yo misma!, ¡he sido yo misma! ¡Así a todos los hombres...!
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