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de una renta vitalicia! ¡Puaf! Por mi parte, ni siquiera me quedan fuerzas para
encogerme de hombros.
Finalmente reaparecen los examinadores, secándose el sudor, feos y relucientes.
¡Por Dios que no me gustaría estar casada con esta temperatura! La sola idea de
acostarme con un señor que sudara de esa manera... (claro que en verano tendré dos
camas...) Por lo demás, en esta sala recalentada, el hedor es espantoso; seguramente,
muchas de estas muchachitas ni siquiera se lavan como es debido. Estoy deseando
marcharme.
Desplomada sobre una silla, escucho vagamente a las demás esperando que me
llegue el turno. Contemplo a la que, feliz entre las felices, ha «terminado» la primera:
ha sabido responder a todas las preguntas, respira por fin, cruza la sala escoltada por
los cumplidos y por la envidia, por los «¡vaya suerte tienes!» Bien pronto la sigue
otra, se va a reunir con ella en el patio, donde las «liberadas» descansan e
intercambian sus impresiones.
El abuelo Sallé, algo relajado por este sol que alivia su gota y su reumatismo,
descansa, por fuerza, ya que la alumna que le toca está aún ocupada en otra esquina.
¿Y si pusiera a prueba su integridad? Me acerco suavemente y me siento en la silla,
frente a él.
––Buenos días, señor Sallé.
Me mira, ajusta sus lentes, parpadea, pero no me ve.
––Soy Claudine, ¿no se acuerda de mí?
––¡Ah...! ¡Claro que sí! ¡Buenos días, mi querida pequeña!
¿Se encuentra bien su padre?
––Muy bien, gracias.
––Bueno, ¿y qué tal el examen? ¿Está usted contenta? ¿Ya ha terminado?
––¡Que más quisiera yo! Todavía me queda por pasar la física y la química, la
literatura con usted, el inglés y la música. ¿Y cómo está su señora?
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Librodot
Claudine en la escuela
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––Mi mujer está paseando por ahí; sería mejor que me cuidara un poco, pero...
––Oígame, señor Sallé, ya que estoy con usted, líbreme de la literatura.
––¡Si todavía no he llegado a su nombre, ni mucho menos! Tiene que volver más
tarde...
––¿Qué vamos a ganar con que vuelva luego, señor Sallé?
––Pues que pueda disfrutar de unos momentos de descanso, que bien merecidos
los tengo. Y, además, hay que seguir el programa, no debe alterarse el orden
alfabético.
––Sea usted bueno conmigo, señor Sallé. ¿Verdad que apenas me preguntará
nada? Usted sabe de sobra que yo sé mucho más de lo que exige el programa sobre
esos libracos de literatura. Soy un ratoncillo de la biblioteca de papá.
––Bueno... sí, eso es cierto. Se lo concedo. Tenía pensado preguntarle sobre los
bardos y los trovadores y el Romance de la Rosa, etc.
––No se preocupe, señor Sallé. Me conozco a los trovadores como la palma de mi
mano: los veo a todos juntos, bajo la forma del pequeño Cantante Florentino, así...
Me levanto y compongo la figura: el cuerpo apoyado sobre la pierna derecha, con
la sombrilla verde del abuelo Sallé haciendo las veces de mandolina. ¡Por suerte
estamos solos en esta esquina! Luce me mira, desde lejos, boquiabierta. Al pobre
viejo gotoso esto le distrae un poco y se ríe.
––...Llevan un birrete de terciopelo, los cabellos rizados y asimismo suelen llevar
un traje partido en dos mitades (en azul y amarillo, que queda muy bien); llevan la
mandolina colgada de un cordón de seda y cantan la cancioncilla del caminante: «Ha
llegado la primavera, muchacha.» Así es como me imagino a los trovadores, señor
Sallé. Claro que también tenemos a los trovadores del Primer Imperio.
––Mi querida pequeña, está usted un poco loca, pero me divierte. ¡Por Dios
bendito, cómo puede usted hablar de los trovadores del Primer Imperio! Hable bajito,
pequeña Claudine, que si estos señores nos oyeran...
––¡Chist! A los trovadores del Primer Imperio los he conocido a través de las
canciones que cantaba papá. Escúcheme.
Canturreo en voz baja:
«Partiendo hacia la guerra, ardiente el corazón,
el yelmo bien calado, con la lira en la mano,
el joven trovador, a su bella pastora,
mientras se aleja le dice esta canción:
Mi brazo está al servicio de la patria;
mi corazón al de mi amada.
Morir contento por la gloria y el amor;
esa es la canción del alegre trovador.»
El abuelo Sallé se ríe a mandíbula batiente:
––¡Dios mío, qué ridícula era esa gente! Ya me imagino que nosotros lo
resultaremos igualmente dentro de veinte años, pero la sola idea del trovador con un
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